Rozando los límites: que alguien ayude a Kanye West
No hace mucho hablaba con un reputado psicólogo sobre la delgada línea que separa la brillantez y el talento de la locura, en esa conversación (que acabó siendo este artículo) se aclaraba que no solo son cuestiones que se cruzan, sino que muy a menudo van de la mano de modo casi inseparable.
Los recientes extraños comportamientos de Kanye West entre la megalomanía y la irracionalidad nos hacían dilucidar que había vuelto a sus peores momentos pasados, no en vano sufre de bipolaridad, aunque suponemos que alguna cosa más.
Su extraña y volátil candidatura a la presidencia de Estados Unidos, su pública descripción de su suegra Kris Jenner, su reciente avalancha de tweets, sus lágrimas frente a sus supuestos futuros votantes o su declaración de que Michael Jackson , fue asesinado nos hacen ver que estamos ante lo peor. Todo indica (por utilizar un eufemismo) que West está teniendo otro de sus brotes y probablemente el más grave de su vida.
¿No sería mejor prestarle ayuda que hacer titulares?
Años atrás uno tendía a pensar que West era un genio del marketing y que desde las portadas de sus discos a las ventas de la ropa que diseña o su matrimonio con la mujer más popular del globo eran una especie de estrategia al estilo de su gran ídolo: Michael Jackson.
Una dirección táctica que se basa en poner tanta distancia entre su persona y el resto de humanos que casi veamos al artista (o a la persona, mejor dicho) como un Dios, no como un humano.
Y, al igual que Jackson, sus excentricidades le funcionaron… Hasta que las mismas eran ya más importantes que la música. Fue entonces cuando empezó a nublarse el legado musical, que fue solapado por los comportamientos extraños: la extrema necesidad de atención mezclada con esa especie de locura que va ligada a la genialidad.
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La cosa es que en Estados Unidos (y es un hobby que hemos copiado en el resto del mundo) no hay dos deportes superiores a los de construir una estrella para luego verla caer. Primero está la admiración, la realización del sueño americano y luego el bajar a ese icono a la tierra, llenarlo de barro y sentirnos bien porque al fin y al cabo es un humano como nosotros.
Una afición que da millones de audiencia en la tele, de visitas en sitios webs, en redes sociales y que sigue vendiendo cientos de miles de revistas físicas.
Solo hay que ver cómo la historia se repite: el gran ídolo que sube aupado por la idolatría de los de abajo, que cuando empieza a sucumbir se convierte en la leña perfecta del árbol caído. Todos hablan de su supuesta locura, todos se mofan de cómo ha acabado así, pero nadie empatiza con sus llamadas de auxilio y socorro y que quizás solo necesite un profesional adecuado, una terapia y algo de medicación.
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Porque al fin y al cabo es el espectáculo del que todos disfrutamos, lo reconozcamos o no. El ser humano en un grito desesperado como modo de entretenimiento, para luego, una vez que sucumbe (y esperamos que no sea el caso de West) reconocer su talento, pasarnos el día hablando de su brillantez y de cómo iba dos décadas por delante del resto.
La historia se ha repetido demasiadas veces y no hace falta decir los nombres y apellidos. Esperemos, sencillamente, que alguien le tienda una mano y apague por un momento los focos mediáticos.
No queremos otro mártir del que llevar camisetas y ver documentales, queremos al tipo que hizo algunas de las mejores canciones de las últimas décadas y lo queremos sano y salvo, aquí y ahora.
Hablando de genios y talento, ¿está hecho el mundo para los mediocres?